Los mejores directores de cine y sus películas
En los primeros tiempos del cine, el director tenía una fuerza y una personalidad distintivas, era un individuo que imprimía sus ideas y su creatividad al filme entero. Esta libertad dio lugar a remarcables logros individuales y al progreso del arte cinematográfico, como sucede en las obras en D. W. Griffith. Pero, casi desde los comienzos, existió una tensión entre los estudios que producían las películas y el director, un conflicto entre el dinero y el arte; el propio Griffith tuvo que abandonar Biograph y pasar a Mutual para hacer sus películas tal y como quería.
La Fox Film Company trajo a Murnau desde Alemania para dirigir la hermosa y conmovedora Amanecer (Sunrise, 1927), pero la pobre recaudación de la película fue una traba para su futuras obras. Stroheim es un ejemplo excelente de genio individualista derrotado en última instancia por el sistema de estudios en tiempos del cine mudo.La llegada del sonido trajo aparejada una disminución todavía mayor de la independencia del director de cine, forzándole a basarse en guiones sumamente preparados (el diálogo no podía improvisarse, pues las segundas tomas eran muy caras).
Al mismo tiempo, el aumento de la inversión financiera y de la tecnología hizo que los estudios incrementaran su grado de control sobre el director. En Hollywood, el director de cine a menudo pasó a ser una más de entre las muchas personas involucradas en la realización de una película, la persona que ejecutaba y plasmaba la concepción y las exigencias impuestas por otros, y que muchas veces no tenía nada que decir sobre el montaje final de la película. El star system también contribuyó a la pérdida de importancia del papel del director de cine, convirtiéndole en un mero delegado encargado de filmar a las grandes estrellas del momento. El ejemplo más notable, en el periodo del cine sonoro, de director de genio derrotado por el sistema de estudios fue, sin duda, Orson Welles.
La crítica cinematográfica surgida en Francia en los años cincuenta, la «política de autores» desarrollada por Truffaut y otros, obligó a una reconsideración de las películas de Hollywood y promovió la idea de que muchos (aunque no todos) de esos directores de cine eran artistas con el control sobre sus películas, individuos que trabajaban en el marco de las exigencias impuestas por el sistema de estudios pero que lograban imponer su visión de la obra. Directores cinematográficos como Howard Hawks, Nicholas Ray y, sobre todo, Alfred Hitchcock recibieron grandes elogios por sus trabajos cinematográficos y fueron elevados al status de estrellas. La crítica de autor tuvo cierto impacto sobre la actitud de la industria hacia el director, pero mucho más importante fue el derrumbamiento del sistema de estudios hollywoodiense. El público disminuyó con el auge de la televisión, las películas cada vez resultaron más caras y cada vez eran menos las producciones que podían hacerse: el viejo sistema fabril de los estudios, con todos sus departamentos y personal, ya no era rentable. Las películas empezaron a realizarse de un modo más independiente y se necesitaba de una visión y una mano que impusieran el control sobre cada producción que se rodaba. La importancia del star system se vio afectada con el derrumbamiento del sistema de estudios y los directores pasaron a ser tan importantes como los intérpretes que aparecían en pantalla. El público iba a ver menos películas, y los filmes que se les ofrecía tenían que brindarles algo más que una cara familiar. Al mismo tiempo, el desarrollo del cine europeo y la aparición de directores extranjeros de tanta calidad como Antonioni, Bergman y Fellini tuvo un impacto en la cinematografía estadounidense, sobre todo cuando las obras de estos artistas demostraron ser económicamente rentables.
Los directores americanos de los años sesenta, como Arthur Penn, John Frankenheimer y Stanley Kubrick (quien, realmente, se fue a Inglaterra a hacer sus películas) fueron reconocidos y apoyados a causa de sus estilos y de sus visiones independientes. Los años setenta trajeron un grupo de directores de cine jóvenes y nuevos, una generación de «mocosos de cine» que había crecido viendo películas y cuyas obras mostraba esa conciencia. Un gran número de esos directores de peliculas surgió además de las escuelas de cine. Peter Bogdanovich, Francis Ford Coppola, Steven Spielberg, George Lucas y Martin Scorsese, con sus distintas formas de trabajo, hicieron del director de cine, sin ningún género de duda, la inteligencia y la visión rectora de la película, convirtiéndole en el responsable último de su éxito o de su fracaso.
En los últimos años, el péndulo ha vuelto adonde estaba, y estamos asistiendo a un resurgimiento de la figura del productor (o de los productores) como autoridad principal de la película e, incluso, como responsable de la fuerza creativa de la misma. La producción cinematográfica se ha vuelto extraordinariamente cara, y la realización de una película de éxito depende más de su habilidad para ajustarse a las demandas del mercado que de su propia calidad artística. El cine de autor quedó sin duda seriamente socavado por la debacle financiera de La puerta del cielo (Heaven’s Gate, 1980), de Michael Cimino. Sin embargo, aún quedan espíritus independientes en el cine americano que han logrado aguantar el tirón y que continúan realizando películas que llevan su propia impronta, como Martin Scorsese, Robert Altman, Oliver Stone, WoodyAllen, los hermanos Coen y John Sayles.
En el mejor de los mundos cinematográficos posibles, el director debería ser la fuerza de mayor peso en la producción de una película, siendo su visión, su sentido artístico y sus conocimientos los que controlaran todo el filme, desde su nacimiento hasta su compleción. Desde luego, el director debe hacer películas que lleguen a un público, dado que los costes de producción y de distribución precisan obtener unos satisfactorios ingresos en taquilla.
Sería absurdo minimizar la importancia de todas aquellas personas que contribuyen a la producción de un filme. El cine es un arte colectivo y, a menudo, resulta delicado distinguir dónde acaba la contribución de una persona y donde empieza la de otra. Es, además, un arte que depende tanto de la tecnología como de la gente que interviene en él. Pero, por esas mismas razones, el papel del director de cine destaca sobre el resto: él es tanto el artista como el tecnólogo, la mente creativa que debe otorgar unidad, propósito y coherencia a todos esos elementos tan dispares. Son su visión y su sensibilidad las que deben marcar el filme, infundiéndole su espíritu y su significado.
Aldrich Robert. 1918, Evanston; 1983, Los Ángeles, EE UU.
Finalizados sus estudios secundarios, comienza a trabajar en el departamento de producción de RKO. Durante los años cuarenta es ayudante de numerosos directores entre los que se sitúan Jean Renoir, Lewis Milestone, Fred Zinnemann, William A. Wellman, Mervyn Le Roy, Richard Fleischer, Joseph Losey, Abraham Polonsky y Charles Chaplin. A comienzos de los años cincuenta dirige dos series de televisión y se convierte en director de producción del tandem Harold Hecht y Burt Lancaster, para los que dirige, tras dos irregulares obras de aprendizaje, los westerns personales e innovadores Apache (1954), a favor de los indios, y Vera Cruz (1954), ambientado en México. En 1954 funda «The Associates and Aldrich», su propia compañía de producción, para la que hace sus películas mis personales y que logra mantener a lo largo de casi toda su carrera.
Su obra permanece ligada a los géneros tradicionales relacionados con la violencia, a los que sabe dotar de una especial fuerza y un particular encanto. De esta forma pasa del western, con el incestuoso El último atardecer (The Last Sunset, 1961), el austero La venganza de L'lzana ((llama's Raid, 1972) y los cómicos Cuatro tíos de Texas (Four for Texas, 1963) y El rabino y el pistolero (The Frisco Kid, 1979), que fracasan por no estar dotado para la comedia; al policiaco, con el personal y antimaccarthvsta El beso mortal (Kiss Me Deadly, 1955), sobre una novela de Mickey Spillane, el excelente l,a banda de los Grissom (The Grissom Gang, 1971), basada en una novela dc James Had-Icy Chase, y los menos conseguidos Destino fatal (Hustle, 1975), sobre un guión original de Steve Shagan. y La patrulla de los inmorales (The Choirboys, 1977), sobre una novela del ex policía Joseph Wambaugh.
Dentro del cine negro inventa un subgénero y obtiene uno de sus grandes éxitos con el brillante ¡,Qué fue de Baby Jane? (What Ever-Happened to Baby' Jane?, 1962), que le lleva a volver a adaptar a Henry Farrell en Canción de cuna para un cadáver (Hush... Hush, Sweet Charlotte, 1965) y a enfrentar a do's actrices en un ambiente claustrofóbico en El asesinato de la hermana George (The Killing of Sister George, 1968). También rueda las películas de guerra ¡Ataque! (Attack!, 195b), que deja demasiado claro su origen teatral, Traición en Atenas (The Angry Hills, 1959), en su variante espionaje, Ten Seconds to Hell (1958), rodada en Inglaterra, Comando en el mar de la China (Too Late the Hero, 1970), Alerta: misiles (Twili,hts Last Gleaming, 1977), historia de política-ficción destrozada por los distribuidores, y sobre todo Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, 1967), otro de sus grandes y muy imitados éxitos, donde mezcla un exceso de violencia con un tono claramente antibélico.
También toca el melodrama con El gran cuchillo (The Big Knife', 1955), adaptación de una obra teatral de Clifford Octets sobre el mundo del cine. Autum Leaves (1956) y La leyenda de Lylah Clare (The Legend of Lylah Clare, 1968), de nuevo sobre el mundo del cine. Más difíciles de encasillar, pero igualmente personales y violentas, son El emperador del norte (Emperor of the North, 1973), sobre los años de la depresión, y Chicas con gancho (...All the Marbles, 1981), sobre la gira de dos mujeres dedicadas a la lucha femenina, que cierra su variada y personal filmografía.
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